Por YAMIRA TAVERAS
SANTIAGO DE LOS CABALLEROS. República Dominicana. Con paso firme y mirada luminosa, Sophy apareció sobre el escenario del Gran Teatro del Cibao, vestida con una elegancia que parecía desafiar al tiempo.
Aquel templo del arte, recibió a la estrella de la canción romántica con aplausos largos, cálidos… y profundamente emocionados.
La artista, que ha sido símbolo de sensibilidad, pasión y fuerza femenina en la música, abrió su espectáculo “Sophy Sinfónico” con uno de sus mayores himnos “Perdón”. Y desde ese primer acorde, quedó claro que no era una noche para medir su voz de sus inicios, sino para sentirla con el alma.
Porque sí, su voz ha cambiado. Los años han moldeado su canto, pero no su ímpetu ni su entrega. Los tonos altos ya no brillan con la misma intensidad, pero el fuego interior sigue intacto. Y el público, ese que la ha amado por décadas, lo supo. Por eso la aplaudió más fuerte, por eso cantó con ella, por eso la abrazó con cada ovación como si protegiera un legado vivo, irrenunciable.
Sophy, acompañada por la Orquesta Filarmónica de Santo Domingo bajo la dirección del maestro Amaury Sánchez, regaló un repertorio que fue más que música, fue memoria. Fue espejo del alma.
Canciones como “Compárame”, “Necesito de ti”, “Conversemos” y “Lo mejor de mí” tejieron un hilo entre su historia y la del público. Entre tema y tema, compartía anécdotas, confesiones, agradecimientos, con la ternura de quien ha recorrido muchos escenarios, pero nunca se cansa de agradecer.
La intensidad creció con temas como “Soy una mujer y no soy una santa”, “Te tengo que decir adiós”, “Un amante así”, “Hoy voy a cambiar” y “Vicio”. En ellos, la Sophy combativa, romántica, valiente, volvía a hablarle al corazón de miles de mujeres que alguna vez se sintieron reflejadas en sus versos.
Pero fue con “Canción para una esposa triste” cuando la conexión se volvió profunda, casi íntima. Esa pieza, del disco “Yo soy una mujer y no una santa” (1972), volvió a cobrar vida como si el tiempo no hubiera pasado. El público se paró. La ovacionó. Algunos, lloraban discretamente. Otros bociaban cantando, como con sentimiento. Todos, cantaron.
Y para cerrar, una declaración de amor a su segunda patria, “Quisqueya”, de Rafael Hernández. Si, Sophy la cant’o con el alma, porque fue interpretada con la emoción de quien ha sido adoptada con el alma por esta tierra.
“Yo amo a la República Dominicana”, dijo con la voz entrecortada, y fue imposible no sentir un nudo en la garganta.
Una noche para siempre

Sophy no necesita demostrar nada. Su grandeza no está en la nota perfecta, sino en lo que provoca: el temblor en el pecho, la lágrima inesperada, el recuerdo que revive. Y eso fue este concierto: una celebración de lo que permanece cuando todo cambia.
Porque aunque su voz no es la misma, ella sigue siendo la misma mujer icónica, fuerte y eterna. Y su público, fiel como siempre, se lo hizo saber con cada aplauso que retumbó en el alma del Gran Teatro.
En una noche marcada por la nostalgia y el afecto, la música no solo se escuchó. Se vivió. Se sintió. Se amó.
